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Los agricultores del Siglo XXI

Por Dr. Roberto Artavia Loría | 20 de Ago. 2025 | 7:00 am

El sector agropecuario de nuestro país es relativamente improductivo cuando se le compara con los sectores de manufactura y servicios. Utilizando datos del INEC sobre población y población económicamente activa, y datos de CEPAL sobre producción y producción por sector, se obtiene que cada trabajador agropecuario (incluyendo pesca y silvicultura), produce aproximadamente $16,000 de valor agregado por año, mientras los trabajadores de manufactura y construcción producen $42,000 y los de servicios, $43,000.

En comparación, los trabajadores agropecuarios son apenas 37% de lo productivos que, en promedio, son los trabajadores de los otros sectores de nuestra economía.

La escena es aún peor, porque sectores como café, banano, piña, azúcar, arroz, cítricos, flores y follajes de exportación, entre otros, son bastante productivos. Eso quiere decir que quienes cultivan otros bienes, y sobre todo los pequeños productores del mercado local, son de bajísima productividad, pues solo así se explica que el promedio nacional sea de $16,000 por trabajador agropecuario.

Esos productores que tan amable y alegremente nos atienden en las ferias del agricultor tienen baja productividad, seguramente con algunas notables excepciones, lo que determina su ingreso y los condena a una vida dura, exigente y, muy probablemente, en pobreza.

Cuando nos comparamos con naciones ubicadas a la vanguardia en productividad agropecuaria, nuestro país se ve mal, y eso sin tomar en cuenta que nuestras condiciones naturales son mucho mejores en términos de riqueza hídrica, horas de luz, clima general, fertilidad de los suelos, diversidad de microclimas y biodiversidad general.

Naciones como Israel y Países Bajos, líderes mundiales, también poseen poco territorio. Además, enfrentan condiciones de producción adversas por su naturaleza desértica, en un caso, y por el alto costo de proteger la tierra de inundaciones y un clima poco propicio, en el otro. Ambas naciones son inmensamente más productivas que Costa Rica por unidad de área y por trabajador. En general, podríamos afirmar que las diferencias se deben a las inversiones en infraestructura, tecnología y capital humano. Esas diferencias no son pequeñas, pues hablamos de varios órdenes de magnitud.

En la historia reciente de Costa Rica hay dos etapas dignas de resaltar en este tema. La primera es la de producción colectiva por medio de cooperativas a partir de 1943. Es notable que las comunidades cooperativas de Costa Rica –Grecia, Palmares, Naranjo, San Ramón, San Carlos, Zarcero, San Isidro del General, Tarrazú, Dota y algunas otras— han impulsado el desarrollo de las comunidades rurales más prósperas de Centroamérica y más allá, mediante el aumento de su peso político y su poder de negociación, gracias a las economías de escala, acceso a crédito y transferencia de tecnología. Su estándar de vida, definido en buena parte por fuertes organizaciones cooperativas, es muy superior al promedio de la sociedad rural del país y de la región, lo cual ha sido medido científicamente por el Índice de Progreso Social.

La segunda etapa ocurre hace 44 años, cuando don Luis Alberto Monge hizo de su gobierno la plataforma desde donde se diversificaron la producción y las exportaciones. Al inicio de su administración, las exportaciones de café, banano, azúcar, cacao y carne llegaron a representar hasta el 71% del total, con el restante 29% constituido principalmente por exportaciones al Mercado Común Centroamericano al amparo del proteccionismo aduanero y fiscal.

De su gobierno surgieron nuevos sectores de exportaciones no tradicionales, como las flores, las plantas ornamentales y los melones. También se iniciaron las zonas francas, en aquel momento de ensamblajes livianos y textiles, y hasta se inauguró la nueva era del turismo. Para lograrlo se lanzaron nuevos programas e instituciones como CINDE, CENPRO (luego PROCOMER) y MINEX (luego COMEX) y se establecieron políticas y programas de apoyo para la transformación estructural de nuestra economía.

Políticas bien alineadas con el objetivo, como las minidevaluaciones del colón, inversiones selectivas en infraestructura, programas de capacitación y transferencia de tecnología, e iniciativas de crédito impulsaron un clima de inversiones propicio para lograr el objetivo planteado. Solo entre 1983 y 1990, CINDE ofreció más de 700 seminarios cortos de capacitación en temas de agricultura y exportación no tradicional.

Esas políticas se mantuvieron a lo largo de muchos gobiernos y se fueron adaptando a la realidad internacional. Los resultados están a la vista. Costa Rica ha sido, desde entonces, un país líder en diversificación de exportaciones (más de 4000 rubros), en exportaciones per cápita, en atracción de inversiones (líder mundial relativo al PIB en varias ocasiones), y en turismo diferenciado (estándar internacional en turismo sostenible); como resultado de contar con una política de estado en comercio internacional y turismo. Aunque esa política se ha debilitado en este gobierno por el desalineamiento de algunas iniciativas clave, aún sostiene al país como líder regional en estos campos.

Entonces, ¿por qué si en cada campaña electoral decimos que queremos acabar con la pobreza –en buena parte rural y agropecuaria, por lo explicado arriba– no tomamos las medidas necesarias para aumentar la productividad del campo a niveles que permita a los pequeños productores superar su situación?

En esto no hay ningún misterio. La alta productividad del campo pasa por la agricultura de precisión y en ambientes controlados; por la aplicación de tecnología a semillas, a la fertilidad y la irrigación de los campos, a nuevas plataformas de infraestructura productiva, tecnologías digitales aplicadas al mantenimiento y control de las plantaciones, la cosecha, la logística y la distribución y exportación de los productos.

Necesitamos aumentar en varios órdenes de magnitud la inversión en tecnología en cada finca y espacio productivo y en todas las funciones de las cadenas de valor del sector. Esto implica alinear las instituciones, los programas, el crédito, la infraestructura, las políticas económicas y el "contrato social" del sector; donde la colectividad, sea por cooperativas o nuevas formas de asociación, permita una vez más lograr la eficaz transferencia de tecnología, acceso al capital, capacitación del capital humano y volúmenes de producción, además de conformar un capital político que les permita volver a pesar y exigir consistencia en el tiempo de las políticas y programas.

En el pasado, logramos un gran éxito en la transformación productiva de nuestras exportaciones. Hacer lo mismo para nuestra agricultura local implica modernizar y enfocar algunas instituciones, como el MAG, el Sistema de Banca para el Desarrollo, el INDER, y el mismo movimiento cooperativo.

También es preciso dedicar instituciones educativas, o partes de ellas, a la tarea de formar el capital humano necesario y desplegar y adaptar las tecnologías requeridas. Además, es indispensable alinear las políticas económicas y los incentivos con estos cambios y darles la continuidad que tuvimos con la expansión y diversificación de las exportaciones en las últimas cuatro décadas.

La pobreza rural se alivia un tanto con transferencias de los programas sociales del Estado, los cuales se han debilitado recientemente, pero la pobreza sólo se superará cuando levantemos estructuralmente la productividad de quienes nos proveen seguridad y diversificación productiva y alimentaria, cuando de verdad tengamos un programa enfocado en poner a disposición de nuestra sociedad rural los recursos necesarios para su transformación productiva y cuando abandonemos la imagen romántica del labriego sencillo y la sustituyamos por agricultores del Siglo XXI.

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