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Lo que no te enseñan en clase (pero ojalá lo hicieran)

Por Marcela Trejos Coronado | 22 de Jul. 2025 | 7:00 am

La semana pasada fui invitada a compartir con estudiantes de publicidad y relaciones públicas. En lugar de dar una charla con diapositivas y gráficos, preferí una conversación abierta. Sin filminas. Formamos un círculo de personas reales, con preguntas sinceras y futuros por construir. Porque, a veces, hablar desde una tarima con presentaciones perfectas es como dar una clase de estrategia sin haber estado nunca en la cancha.

Así que hablé de lo que surgió, de lo aprendido en treinta años de prueba y error, de estrategia accionada, pizarras rayadas, de hacer y deshacer. Estas tres ideas no estaban en mi plan, pero surgieron.

El hambre

Si tuviera que escoger una sola cualidad para cualquier profesional, elijo el hambre. Esa necesidad insaciable de aprender, de cuestionar, de incomodarse para ver las cosas desde otra perspectiva. Esa inquietud que no se sacia, que empuja a buscar, a preguntar, a probar cosas distintas siempre.

No es el hambre de títulos, ni de aplausos, ni de elogios. Hablo de esa curiosidad casi obsesiva por entender más, por leer algo que nadie más está leyendo, por buscar a quien piensa distinto solo para entender por qué.

Y a veces, esa hambre también es literal. Nace de la presión real de poner arroz y frijoles en la mesa, de pagar cuentas, escuelas, luz, agua. Ese tipo de hambre, en mi caso, me sostuvo. Me enseñó a no tirar la toalla cuando todo en mí quería hacerlo. Porque si yo hubiera tenido la opción de renunciar a todos mis trabajos, sin excepción, lo habría hecho mucho antes.

Pero en esa resistencia también se construye carácter.

Y sí, las hambres se complementan.

La humildad intelectual

Otra de las cosas que marcan una diferencia real entre profesionales es lo que un exjefe mío llamaba humildad intelectual. No es una frase sofisticada. Es un músculo poco entrenado: el de reconocer cuando no sabés.

La humildad intelectual no te debilita. Te fortalece. Te permite aprender más rápido, evitar errores evitables y rodearte de personas que saben más sin sentirte amenazado.

Es esa valentía de levantar la mano y decir "necesito contexto", sin miedo al juicio. De pedir ayuda sin disfrazarlo de pregunta para figurar. De admitir que, aunque tengás experiencia, todavía tenés puntos ciegos.

No es solo una herramienta para crecer. Es una forma de construir cultura. De armar equipos más sanos, más colaborativos y menos llenos de egos. Cuando alguien en un grupo dice "no sé, expliquémoslo", baja la presión. Se abre espacio para que otros también pregunten. Se normaliza el aprendizaje. Y eso, en cualquier entorno profesional, es oro.

Y sí, lo irónico del asunto es que cuanto más sabés, más necesitás esa humildad. Porque mientras más avanzás, más difícil se vuelve aceptar que aún te falta.

Lectura de juego

Me es inevitable usar términos futbolísticos, pero esta es mi favorita: la lectura de juego. Esa capacidad —tan poco enseñada— de leer el partido. Entender el lugar al que llegás, la empresa en que estás, mapear el terreno, identificar quién sabe, quién decide y quién puede abrirte puertas sin que lo notés.

No se trata de manipular. Se trata de observar. De escuchar. De no asumir.

Y al final…

Todo eso —el hambre, la humildad, la lectura de juego— no garantizan nada. Pero sin ellos, se vuelve difícil ganarse un lugar en la mesa donde se toman las decisiones importantes. Porque ese espacio no se hereda. No se mendiga. Se construye.

Con criterio, con tiempo, con logros. Se sostiene con visión. Y se respeta por lo que proponés, por cómo preguntás y por cuánto escuchás.

Porque en cualquier industria, en cualquier etapa, estar en la mesa no es el objetivo.

Es la consecuencia.

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