No sé ustedes, pero la verdad es que tengo un buen rato de andar con una de esas “corazonadas” que, sin surgir completamente a la superficie, lo mantienen a uno expectante, con un sentimiento de que algo grande está por ocurrir. Tengo 3 hijos, dos nueras y un yerno, y cinco nietos con edades entre 1 y 10 años y, francamente, cuando preparo conferencias que inician con un análisis de las tendencias globales y sus implicaciones para las poblaciones del futuro, no puedo más que preocuparme y mucho.
Mis nietos seguramente verán el cambio de siglo y, lo que me quita el sueño, es pensar en qué clase planeta y en qué clase de sociedad estarán viviendo para entonces.
Hay dos versiones generales de esto.
La primera es el anunciado –cuando menos por organizaciones llenas de optimismo acerca del futuro– “mundo de la abundancia”, impulsado por una combinación de tecnologías y ciencias aplicadas para el bienestar de la humanidad. Hace unos años participé en la Cumbre del Futuro de Singularity University, en Palo Alto, California, y entonces le pregunté a Peter Diamandis, co-fundador de dicha universidad que, aun suponiendo que la ciencia y la tecnología iban a generar maravillosas oportunidades de resolver grandes problemas de la humanidad, cómo íbamos a hacer para asegurar su aplicación de manera solidaria y justa. Su respuesta no fue para nada satisfactoria, y más bien la esquivó con alguna generalidad que ni siquiera recuerdo.
Mi falta de fe tiene su razón de ser. Por ejemplo, en el mundo moderno no existe la escasez global de alimentos. Cada año, solo en granos básicos, como humanidad producimos más que lo necesario para alimentar a toda la población del planeta y agregándole fuentes de proteína, vegetales y frutas, hasta de hacerlo de manera nutritiva y balanceada y, sin embargo, existen miles de millones de personas que padecen hambre cotidianamente, muchos millones de niños que nunca desarrollarán todo su potencial por estar malnutridos; así como muchos ancianos que irán a una muerte prematura por la misma razón.
En el mundo hoy, donde los flujos de información y sistemas logísticos nos permiten ya solucionar esto mediante una distribución solidaria de los alimentos, preferimos aplicar razones de política económica que resolver el problema. Hay quienes darán razones relacionadas con la producción y la pérdida de incentivos que podrían resultar en caídas en la producción que terminarían por poner en peligro aun a más gente; pero seguro quienes responden eso nunca han visto a los ojos a un niño malnutrido o a sus progenitores desesperados por darle un bocado de cualquier cosa.
Lo mismo que ocurre en este ejemplo de alimentos, se repite en muchos mercados de productos tan esenciales como el agua potable, acceso a energía, acceso a un techo mínimo y ni qué decir de acceso a servicios de educación y salud, para citar solo algunos.
La segunda versión es que veremos el colapso total de nuestro ambiente natural, como consecuencia de un ciclo global definido por nuestros excesos de consumo y la aceleración de emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera, lo que implicará aumentos significativos en el nivel del mar, provocado por deshielos de enormes glaciares en las regiones polares y en algunas cadenas montañosas alrededor del mundo. Veremos el colapso de especies mayores y de muchos organismos pequeños que también son esenciales para el equilibrio de nuestros ecosistemas.
Habrá grandes y más frecuentes eventos climáticos: tormentas y huracanes, vértices polares, sequías mayores, fuegos forestales, y las consecuentes destrucción de infraestructura, pérdidas de cosechas, escasez regional de agua en muchos sitios y aumento de la pobreza multidimensional; y con ellos veremos desplazamientos de poblaciones en busca de mejores condiciones ambientales para vivir, en un mundo en el que los inmigrantes ya no son recibidos con el entusiasmo que lo eran hace unas décadas.
Las aplicaciones de tecnología y ciencias que en teoría deben ayudar a arreglar todo este desbarajuste requieren de grandes cantidades de energía. Hay un estudio reciente del Banco Mundial que indica que si los centros de datos que hoy mantienen y procesan toda la gran masa de información que hemos creado, se unieran como una nación, ya serían la décima del mundo en consumo de energía y, para 2030, serán la cuarta; solo superados en consumo de energía por Estados Unidos, China e India. Para ese momento el transporte eléctrico en carros, motos y sistemas colectivos ya será equivalente a la sexta nación mundial en consumo de energía. Y el 67% de este incremento, bajo las condiciones actuales, será con base en hidrocarburos fósiles, acelerando, aún más, la crisis climática.
Para agregar solo un tercer elemento en esta sopa de complejidad, el despliegue de la cuarta revolución tecnológica, impulsada por la digitalización de procesos, productos y servicios en escala global, ahora impulsados por la inteligencia artificial y la emergente computación cuántica, harán que estos dos escenarios generales se potencien.
La revolución tecnológica y la inteligencia artificial prometen acelerar la búsqueda de soluciones a los grandes problemas de la humanidad. La gran pregunta es si lo harán de manera solidaria y bajo reglas similares a las que sugería Assimov para la robótica: 1) un robot no haría nada que pudiera hacer daño o perjudicar a los humanos ni por acción, ni por omisión; 2) un robot debe siempre obedecer a los humanos, salvo si la orden entra en conflicto con la primera regla; y 3) un robot debe proteger su propia existencia siempre que no entre en conflicto con las dos reglas anteriores.
La inteligencia artificial, hoy en manos de “todo el que esté dispuesto a pagar una pequeña mensualidad”, se utilizará indistintamente para el bien y para el mal. Habrá mentes brillantes buscando soluciones para grandes problemas, como la cura para el cáncer o la optimización del consumo energético, y otras no tan altruistas, pero igualmente brillantes, buscando cómo optimizar su sed de lucro y poder.
Si todo lo anterior no fuera suficiente, la población del mundo se envejece rápidamente y la mayor parte de la humanidad carece de ahorros y de planes de pensiones, los sistemas de salud se encuentran rezagados ante las necesidades crecientes de una población mayor; y los sistemas educativos no están generando el capital humano necesario para enfrentar los retos planteados de una manera efectiva.
La historia nos enseña que las grandes tecnologías no se distribuyen con base en modelos de solidaridad, sino con un enorme afán de lucro que crea fortunas cada vez más grandes y en manos de gente que no necesariamente tiene el bien común como fin último de sus inversiones y decisiones. Según estudios de distribución de la riqueza, el 1,1% de la población tiene el 45% de toda la riqueza acumulada y el 52% más pobre, en su conjunto, acumula apenas el 1,2% de la riqueza. Esto es una (otra) bomba de tiempo.
Mejor no sigo, porque voy a perder el sueño.
Pero nada de lo que he escrito carece de fundamento. Hay motivos para que estemos muy preocupados por el futuro del planeta y de las generaciones venideras.
Espero en próximas columnas abordar estos y otros temas de importancia universal, aportando ideas para manejarlos, al menos cuanto se pueda. Ahora solo quiero terminar con una pregunta.
Y si ésta es la realidad que en conjunto enfrentamos, ¿qué hacemos peleándonos por pequeñeces en el contexto local, en vez de enfocarnos, como nación, a plantear soluciones a los verdaderos retos que como sociedad –y como humanidad—compartimos?