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La democracia es más (mucho más) que elecciones

Por Dr. Luis Antonio Sobrado González | 10 de Jul. 2025 | 7:00 am

Convendría recordarle a la mayoría de los presidentes centroamericanos que el origen comicial de los gobernantes es condición necesaria, aunque no suficiente, de la democracia representativa. De no entenderlo así, terminaríamos considerando democráticos a los regímenes de partido único, a las monarquías electivas del pasado o al Estado Vaticano del presente.

La democracia representativa tiene, en efecto, otros presupuestos esenciales. Estos se encuentran jurídicamente proclamados y detallados en la Carta Democrática Interamericana.  Su adopción, en Lima, se remonta al 11 de setiembre de 2001, curiosamente el mismo día en que fueron abatidas las Torres Gemelas de Nueva York. A partir de ese momento, en el continente americano contamos con un valiosísimo instrumento internacional que fija un paradigma democrático; paradigma que nos permite cerciorarnos que cada vez exigimos más de la democracia.

En un entorno democrático se asegura la autoridad superior del pueblo o la nación, más allá de su rol electivo.  Se exige que el ejercicio del poder se oriente a la satisfacción del interés común, bajo la premisa de que el Estado está en función del individuo y no a la inversa; en palabras de Hauriou: "el individuo no está hecho para nutrir la sustancia del Estado… sino que, por el contrario, es el Estado el que tiene que proporcionar a los individuos un medio de vida en el que éstos puedan desenvolverse libremente". Supone entonces la democracia el reconocimiento de la libertad y la dignidad esencial del ser humano, así como del carácter plural de la sociedad en la que se desenvuelve. Aspira a que la organización estatal exhiba transparencia y rinda cuentas de su actuar, como forma de promover su probidad, y se responsabilice de ese actuar.

La democracia representativa, asimismo, solo es concebible si va de la mano con la racionalización del poder político; modo único para poder contar con un espacio social en el que florezca la libertad. Por ello y como nos lo recuerda el profesor Aragón Reyes, el origen comicial de los gobernantes va necesariamente acompañado de una triple limitación al ejercicio de la autoridad.

La primera de esas limitaciones es la temporal.  Consiste en que los gobernantes gozan de mandatos restringidos en el tiempo.

En el caso de los parlamentarios, pero también del presidente en las repúblicas presidencialistas, ello comporta elecciones populares periódicas que permitan la alternancia gubernamental. De este modo se asegura la soberanía popular y la continuidad de un vínculo representativo necesariamente fundado en -y renovado por- el sufragio.  Vínculo imprescindible porque así -y solo así- el cuerpo de representantes integrado en parlamento puede, sobre la base de la pluralidad política, formalizar en leyes la voluntad general de la colectividad. Como bellamente lo expresa la Constitución costarricense, la potestad de legislar reside en el pueblo, el cual la delega, por medio del sufragio, en la Asamblea Legislativa.

La segunda limitación consubstancial al gobierno democrático es de naturaleza funcional: la división de poderes, a la que se suma algún grado de descentralización administrativa.

No es reconocible, como democracia, aquel régimen político en el que se conceda a alguien un poder absoluto, así sea por tiempo determinado y en virtud de elecciones intachables.

El referido principio propicia una actuación equilibrada de los poderes, que se controlan entre sí, como garantía esencial de la libertad del individuo.  Apoyados en las ideas del barón de Montesquieu, así lo entendemos desde la revolución francesa y el constitucionalismo liberal. De este emerge y se proyecta la división de poderes como un postulado "dogmático e institucional" suyo, como nos instruía el maestro Lucas Verdú. No en vano la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano rotundamente proclama, desde 1789, que "Toda sociedad en que la garantía de los derechos no esté asegurada, ni determinada la separación de los poderes, no tiene constitución".

Esta referencia a la "garantía de los derechos" evoca la tercera de esas limitaciones: la material.

Esta impone, en primer lugar, el reconocimiento de los derechos fundamentales y la observancia de la constitución, en general, como condición de validez de toda actuación pública.  Incluso la ley es anulable si infringe o contradice a la constitución, por considerarse esta última un mandato permanente del pueblo al que se subordinan los deseos y agendas de transitorios diputados.

Y, en segundo lugar, tratándose de las funciones administrativa y jurisdiccional, su ejercicio válido también está supeditado al respeto del bloque de legalidad.

Es así como cobra crucial relevancia la noción de Estado de derecho: su vigencia también resulta insoslayable para poder calificar a una sociedad como democrática. En ella todas las personas (públicas o privadas) están sujetas al referido bloque de legalidad.

No obstante, la administración pública tiene una sujeción a esa normativa más intensa que la que es propia de los particulares. Estos últimos, en virtud del principio de libertad, se vinculan negativamente: pueden hacer todo aquello que no les está prohibido; además, como indica la Constitución costarricense, las acciones privadas que no dañen la moral, el orden público o que no perjudiquen a terceros "están fuera de la acción de la ley". La situación de los órganos administrativos es distinta, en armonía con la consideración constitucional de los funcionarios como "simples depositarios de la autoridad" y que por ello "no pueden arrogarse facultades que la ley no les concede". En virtud, entonces, del principio de legalidad, están vinculados al referido bloque de modo positivo: solo pueden hacer aquello para lo que tengan previa habilitación normativa y sin desviarse del fin previsto por la norma habilitante. Norma habilitante que ha de ser de rango legal cuando establezca potestades de imperio o cuando autorice penas, exacciones, tributos u otras cargas similares; lúcida previsión de nuestra Ley General de la Administración Pública, que también declara reservado a la ley "el régimen jurídico de los derechos constitucionales".

Sí, convendría recordarle a la mayoría de los presidentes centroamericanos, incluido el nuestro, que la democracia es mucho más que elecciones. Sus retóricas discursivas parecen desconocerlo.  Además, al menos uno de esos presidentes ofrece el peor de los ejemplos, al haber ya culminado su agenda de desmantelamiento democrático, siguiendo procedimientos eleccionarios y otras apariencias pseudo democráticas.  Luego de ese golpe de Estado en cámara lenta, las elecciones en ese país son ahora un chiste. La división de poderes una parodia.  Su "Constitución" una bandera de partido.

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