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Cuando Bad Bunny volteó el estadio: Las 2 noches que cambiaron las reglas de los conciertos en Costa Rica

Del montaje traído desde el Choliseo boricua hasta la inversión de roles entre VIP y sol, pasando por Toledo, Jhayco, los 100.000 asistentes y un curioso batallón de funcionarios nocturnos: así se vivió el fin de semana en que Bad Bunny democratizó sus shows en Costa Rica.

Por Víctor Fernández G. | 7 de Dic. 2025 | 11:45 am


He tenido la suerte de ver muchísimos conciertos, aquí y afuera, de todos los tamaños y presupuestos posibles. Y, si dejamos por un momento los gustos musicales a un lado, lo que trajo Bad Bunny este fin de semana al Estadio Nacional fue —sin exagerar— uno de los montajes más impresionantes que se hayan visto en Costa Rica.

Estuve en el concierto del viernes 5. No en el del sábado 6, pero para eso existe el espectáculo paralelo llamado reportero tico en vivo, donde miles de personas en redes se encargan de suplir cualquier hueco informativo. Así que, entre lo visto y lo contado, el panorama queda clarísimo.

Un despliegue técnico sin regateos

Siempre se ha dicho que, si queríamos ver el máximo nivel técnico de un tour mundial, había que viajar. Que aquí nos llegaba la versión "latam", recortada, ajustada al presupuesto y al tamaño del mercado. Con Bad Bunny, eso no aplica.

Durante décadas, el estándar más alto que habíamos visto en el país era aquel montaje faraónico de Roger Waters. Pues bien, Benito no solo lo alcanza: en pantallas, luces, automatización, pirotecnia y ingeniería global del show, lo supera. Y sí, supera también a esos gigantes que solemos usar como vara de medición: Metallica, Iron Maiden, el mismísimo Paul McCartney.

Da gusto ver a un artista que respeta a su público al punto de no bajar ni un milímetro la calidad de su espectáculo solo porque toca en un país pequeño. Eso habla de un profesionalismo del que deberían tomar nota otros que se venden como "los grandes".

¡Cien mil personas!

Parroquianos más, parroquianos menos, entre viernes y sábado hablamos de alrededor de 100.000 asistentes. Es una barbaridad. Intente visualizar esa cantidad de gente entrando, ubicándose, coreando, saliendo. Y, aun así, el ambiente fue respetuoso, alegre, casi familiar.

Hubo empujones normales de concierto, sí, pero también muchísima urbanidad, colaboración y cero reportes serios de problemas. En un país donde nos encanta pensar que "no se puede", este fin de semana quedó clarísimo que sí se puede. Costa Rica respondió a la altura de un evento masivo de estándar internacional.

La inversión del orden: cuando los últimos se vuelven los primeros

Si hubiera que elegir un concepto para explicar lo que hizo Bad Bunny en Costa Rica, sería este: invertir el orden natural de un concierto masivo. Durante décadas, todos asumimos que la experiencia de un show se reparte como la vida misma: los de adelante viven la inmersión total; los de atrás miran pantallas. Los primeros disfrutan; los últimos observan.

Benito decidió cambiar esa narrativa. Y lo hizo con una decisión tan simple como revolucionaria: llevar la experiencia premium al sector históricamente rezagado.

Primero, una precisión necesaria: el montaje que vimos en Costa Rica fue la traslación casi exacta del espectáculo que armó para su residencia extendida en el Choliseo de Puerto Rico, su casa, su territorio emocional, el lugar donde un artista no rebaja absolutamente nada.

Si Bad Bunny trajo ese montaje al Estadio Nacional es porque puede, porque quiere y porque decidió que Costa Rica merecía esa versión, no un apéndice económico de gira.

Pero lo más potente vino cuando el concierto cuestionó la lógica estética y social del estadio.

La casita, ese segundo escenario plantado directamente frente a las graderías de sol, no es un adorno ni un capricho escenográfico: es una declaración política dentro del ecosistema del entretenimiento. Es decir, un espectáculo que reconoce que el público "de atrás" también merece el primer plano.

Cuando Bad Bunny se trasladó hasta ese extremo del estadio, cuando se instaló ahí para cantar un bloque entero y convertirlo en la parte emocional del show, los sectores VIP pasaron a ser los que miraban desde lejos.

El orden jerárquico del estadio, por más de 30 minutos, se dio vuelta.

Y esa imagen —la del artista más escuchado del planeta cantándole de frente a quienes pagan la entrada más barata— es probablemente el gesto más democratizador que se haya visto en un concierto masivo en Costa Rica.

No es casualidad.
No es logística.
No es accidente.

Lo hace porque puede, porque quiere y porque cree en ese tipo de relación con su público.

La desigualdad no desaparece, pero sí se suspende. Y por eso, al final, el concierto se siente distinto.

Y si hablamos de "spoilers", también rompió esa regla

Otra vieja ley del espectáculo es que, si un artista da dos conciertos en un mismo país, el primero es el más electrizante: la sorpresa intacta, la expectativa viva. Y el segundo, inevitablemente, es un show "ya spolieado".

Benito volvió a hacer lo suyo: romper la lógica.

La segunda noche no fue una repetición. No fue un "copy–paste técnico". No fue una función de repaso.

Al contrario: tuvo momentos únicos que convirtieron al sábado 6 en un concierto irrepetible.

La aparición del ídolo local Toledo en la fiesta de la casita fue un guiño directo al público costarricense, un reconocimiento al talento propio, un acto de pertenencia.

Y luego vino la sorpresa mayor: la presencia de Jhayco (Jhay Cortez), su colega puertorriqueño, como invitado sorpresivo.

Eso no estaba en la estructura del viernes. No era parte del libreto.

Y constituyó un momento que solo vivió la audiencia del sábado.

Otra vez, Benito invierte roles: el show "spolieado" termina siendo el más emocionante, el más comentado, el que ofrece regalos inesperados.

Porque, otra vez, lo hace porque puede y porque quiere. Porque entiende que en la música en vivo aún existe espacio para la sorpresa en un mundo que se filtra todo por TikTok.

Y sí, hubo molestia: porque mover el orden siempre incomoda

Como era de esperarse, el rediseño de la experiencia que ideó el artista causó molestia entre quienes esperaban "otra cosa".

Personas que pagaron desde un inicio las entradas más costosas, o que asumieron que el primer show sería el más épico, o que sintieron que las sorpresas del sábado "no eran justas".

Lo de la casita se anunció cuando ya todos los boletos estaban vendidos, cuando la suerte estaba echada.

Y lo de Toledo y Jhayco no se supo sino hasta el mismo momento del segundo show.

Estas reversiones de roles para el espectador son parte de la experiencia, de la magia del diseño escénico.

Que algo así le genere molestia no habla bien de usted, pues también es una justa lección: que, aunque sea por unos instantes, quienes tienen el privilegio de pagar boletos de cientos de dólares entiendan —en carne propia— cómo es la vivencia de quienes no cuentan con esas mismas oportunidades.

Y, por aquello, no olvidemos que al final se trata de problemas de primer mundo, incomparables con las carencias de quienes no pueden siquiera pensar en conciertos cuando lidian con situaciones de mera sobrevivencia.

Pero es un recordatorio útil, incómodo y necesario: Bad Bunny nos dejó un espectáculo para disfrutar, sí, pero también uno para pensar.

La cátedra de salsa que necesitábamos

Hay un detalle que merece capítulo propio: la salsa.

Porque antes de la casita, antes de Toledo, antes de Jhayco y antes de cualquier discusión técnica o estética, Bad Bunny montó una orquesta de salsa puertorriqueña de primer nivel para abrir el concierto.

Virtuosos del sabor, músicos de calibre continental, un ensamble que cualquier salsero quisiera ver encabezando un festival.

Y ahí estaban: sonando frente a decenas de miles de muchachos que, para efectos prácticos, vivieron esa noche su primer concierto masivo de salsa en la vida.

No cualquier salsa: salsa arreglada con rigor, ejecutada con precisión quirúrgica, con una banda impecable que dio una clase magistral sin necesidad de pronunciar una sola palabra.

Entonces, sí: no importa el río si al final todos llegamos al mar.

Y en buena hora si Bad Bunny es la ruta —inesperada, pero efectiva— que las generaciones más jóvenes y urbanas están tomando para adentrarse en uno de los géneros musicales más queridos y emblemáticos de Latinoamérica.

Si esa puerta los lleva luego a Rubén Blades, a El Gran Combo, a Gilberto Santa Rosa, a Celia Cruz, a José Alberto "El Canario", a la Fania y la salsa dura, bienvenido sea el puente.

Que lo digan todos los roqueros que terminaron desarrollando oído suficiente como para hoy disfrutar del jazz.

Los ejércitos invisibles: quienes hacen posible lo imposible

Detrás de toda esta demencial logística de mover y acomodar a 100.000 almas estuvo una empresa que no nació local pero que ya suma 20 años de ponerle música a Costa Rica: Move Concerts.

A la luz de los resultados, vale la pena darle el reconocimiento al ejército de acomodadores, oficiales de seguridad, técnicos, constructores, operadores de audio, luces y video, personal logístico, de comunicaciones, de permisos, enlace institucional, hospitalidad, mercadeo y producción que hicieron aquello posible.

Esa es la gente que va a los conciertos y no los disfruta, al menos no del modo en que usted y yo lo hacemos, sino que los trabaja.

Es la gente que se acuesta muchas horas después de que usted salió del estadio y que, en este momento, debe estarse recuperando de una maratónica labor de esas que lo dejan exhausto por días y con memorias de por vida.

El otro "ejército": cuando la mística es demasiado entusiasta

Y valga la ocasión para darle también las gracias a ese contingente de 110 funcionarios del Ministerio de Hacienda que fue acreditado para sudar la chaqueta en ambos conciertos.

Admirable mística de servicio de parte de una institución que, en teoría, no está llamada a ejercer un despliegue tan multitudinario de supervisión en un evento donde todas las entradas se venden por adelantado y donde la recaudación del impuesto la realizan las tiqueteras electrónicas, sin necesidad de que nadie se acerque a un solo tiquete físico.

Pero ahí estuvieron, entregados, haciendo lo que sin duda fue un riguroso control del pago de impuestos en la venta de caldosas y palomitas de maíz. Y qué decir del monitoreo minucioso a las réplicas del Sapo Concho y a los sombreros "a lo Bad Bunny" ofrecidos en las aceras.

Recuerde: mística de servicio. No vaya a creer que alguien se apuntaría a trabajar a deshoras un viernes y un sábado por razones más terrenales ¡Por favor!.

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