Hay comicios que expresan verdaderos hitos de la historia nacional. Así, por ejemplo, los de 1958 representan la reconciliación de la postguerra civil, con la reincorporación del calderonismo a la vida política; la elección de 1982 marca el inicio de la implementación de la agenda neoliberal en el país; y, la de 2002, el fin del bipartidismo. Ojalá que la de 2022 no signifique una degradación permanente de la democracia costarricense.
El próximo 1 de febrero Costa Rica enfrenta una peculiar encrucijada. Los ciudadanos en su conjunto tendremos la oportunidad de rectificar, en las urnas, el tenebroso rumbo populista actual o, por el contrario, hundirnos definitivamente en él. La decisión la tomaremos entre todos y a todos impactará.
Por ello los demócratas convencidos no podemos permanecer indiferentes. Lo que se juega es mucho y cada uno puede aportar algo útil en un esfuerzo colectivo por evitar los abismos del autoritarismo.
En lo que a mí respecta, me he sentido urgido a retomar, luego de décadas de obligada abstención, cierto nivel de participación política y a intervenir en el debate público. No es suficiente quejarse en la comodidad del entorno familiar ni mostrarse indignado en las reuniones con los amigos íntimos.
Por esta razón acepté con gusto la invitación a colaborar con este prestigioso medio de comunicación. Y lo hice pensando en elaborar columnas periódicas en las que, dada mi trayectoria profesional, pueda expresar algunas reflexiones sobre la democracia y sus elecciones.
No serán aportaciones extensas ni fingiré conocimientos politológicos que no poseo. Serán artículos breves con los que, desde mi especialidad académica, pretendo generar algo de claridad durante la agria discusión preelectoral que se avecina. Si con ello contribuyo en algo a sembrar sensatez, me sentiré muy orgulloso.
He querido empezar desnudando una frecuente falacia del gobernante populista. Este pretende que, por haber obtenido éxito electoral, puede gobernar sin límites ni controles. Pues no es así.
Decía Winston Churchill que “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”.
A mi modo de ver las cosas, la democrática es una de las ideas cimeras de la civilización occidental. Se concretó como régimen político de algunas ciudades-estado de la antigüedad griega, destacándose Atenas en particular. Fue un modo de organizar la convivencia política tan efímero como potente. Y esto porque resulta éticamente superior proclamar que la autoridad última de una comunidad no reside en un monarca ni en una élite aristocrática sino, más bien, en el conjunto de sus ciudadanos.
El ideal democrático resurge en la edad contemporánea, de la mano de las revoluciones liberales, pero con nuevos ropajes. Ya no se trata de democracias directas sino representativas, estructuradas jurídicamente a partir de constituciones. Estas últimas plasman el mandato del pueblo soberano, que a la vez legitima y limita la autoridad de los transitorios gobernantes.
En el siglo XX opera un nuevo tránsito de la democracia: del molde tradicional liberal a democracias y constituciones que demandan la vigencia de la justicia social.
Pero, como nos lo recordaba Churchill, la democracia representativa, aún con ese compromiso social, no es un régimen político perfecto. Así, por ejemplo, los frenos y contrapesos que le son connaturales nos obligan a resignarnos a que la democracia imponga ciertos mínimos de ineficiencia.
Solo en gobiernos de corte autoritario o totalitario el derecho no restringe la potencia política en la gestión de los asuntos públicos. No en vano Mussolini presumía de que, en el fascismo, por vez primera los trenes italianos eran puntuales. En cambio, hace a la esencia de la democracia el ejercicio racionalizado del poder político.
Seguiremos reflexionando sobre el particular.