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El secreto de la libertad

Por Eugenia Ma. Zamora Chavarría Magistrada presidenta del TSE | 21 de Jul. 2025 | 10:57 am

Hay una lógica que recorre de principio a fin nuestra legislación electoral: la protección reforzada de la libertad de las y los votantes para que puedan escoger a sus representantes de acuerdo con su conciencia, convicciones y preferencias, nada más. Por eso son muchísimas las disposiciones de la Constitución Política y del Código Electoral dirigidas a resguardar la autonomía de la persona electora e impedir que terceros puedan imponerle su voluntad y lesionar, así, el más sagrado de sus derechos ciudadanos: se prohíbe interferir con el votante en la junta receptora de votos, amenazarlo u ofrecerle dádivas a cambio de que vote en un sentido u otro, presionarlo con motivaciones religiosas para que vote de determinada manera, que los funcionarios públicos usen los recursos a su cargo para favorecer o perjudicar a alguna agrupación o candidatura, e incluso, que las personas con las más altas responsabilidades del Estado manifiesten siquiera sus preferencias o antipatías políticas. Todo ello, insisto, está pensado para que podamos concurrir a las urnas con la mayor libertad a escoger el gobierno que queramos.

Entre todas esas disposiciones en defensa de la libertad del sufragio, hay una elemental: el secreto del voto y hoy se conmemoran 100 años de su adopción en el país. El derecho a un sufragio libre implica, entre otros importantes aspectos, que las personas elegirán a sus gobernantes sin presiones ni condicionamientos ilegítimos; por ello, ingresamos en solitario al recinto de votación y, únicamente guiados por nuestra consciencia, marcamos -en la papeleta- la opción que nos parece mejor. Sin embargo, ese procedimiento que damos por descontado no siempre formó parte de la dinámica electoral.

Antes de 1925, la decisión electoral estaba altamente condicionada. Los partidos políticos tenían identificados a sus adeptos y los vigilaban durante la jornada comicial para cerciorarse de que, en efecto, votaran por su opción política. El poder observar en favor de quién sufragaba una persona fomentaba el clientelismo (voto a cambio de recompensas) y facilitaba la persecución de quienes apoyaban al candidato vencido en las justas.

Esos efectos perniciosos habían sido denunciados décadas antes del cambio normativo que hoy celebramos. En 1913, Ricardo Jiménez Oreamuno, gran reformador del sistema electoral costarricense, presentó al entonces Congreso de la República varias iniciativas entre las que se incluía el voto secreto, como una forma de garantizar la autonomía de los electores frente a los partidos políticos y a sus patronos (era frecuente que el empleador castigara con el despido a los trabajadores que no votaban por la tendencia política de su preferencia).

No obstante, el voto se mantuvo público por varios años más. Los grupos de oposición insistieron en que ocultar por quién se votaba era una práctica "poco viril" y hasta inmoral: el elector tenía que hacerse responsable de su decisión. Esos argumentos, según lo relatan los historiadores Molina y Lehoucq, solo ocultaban la verdadera razón por la que no se apoyó el voto secreto durante el primer gobierno del expresidente Jiménez Oreamuno: la aprobación del voto directo había introducido un alto grado de incertidumbre acerca de cómo se comportaría el electorado en los comicios Presidenciales de 1913, por lo que no se quiso introducir otro elemento que propiciara incerteza.

Jiménez Oreamuno no cejó en su lucha por robustecer el régimen de garantías del sufragio y, en su segundo período presidencial, logró que, en la Ley de Elecciones de 1925, se introdujera una norma según la cual "Nadie está obligado a revelar el secreto del voto, ni aún requerido para ello por autoridades judiciales, ni aún en informaciones que se tramiten por disposición del Congreso o de simple carácter administrativo." (artículo 34). El núcleo de ese precepto fue recogido en la Constitución Política que actualmente nos rige, en tanto el constituyente originario precisó que el sufragio se ejerce en "votación directa y secreta" (numeral 93), por lo que se entiende que esa forma de votar (en secreto) es un derecho fundamental de las personas ciudadanas.

A lo largo de esta centuria, las juntas receptoras de votos y el Tribunal Supremo de Elecciones han sido celosos guardianes del voto secreto, no solo anulando los sufragios que, sin justificación, se hacen públicos, sino adecuando el ordenamiento jurídico a nuevas realidades. Por ejemplo, en la resolución n.° 0237-E-2006, la autoridad electoral prohibió el uso de teléfonos celulares en el recinto de votación y, en acuerdo adoptado en la sesión n.° 89-2007, se estableció que tomar una fotografía a la papeleta marcada invalida el voto.

Llegar a un siglo de voto secreto nos permite festejar uno de los atributos del sufragio que más independencia da a las personas electoras; al mismo tiempo, nos obliga a tener presente que en democracia hay innegociables. El derecho a elegir a nuestros gobernantes en un ambiente de libertades irrestrictas no admite ningún tipo de condicionamiento; el voto libre de presiones espurias es una garantía de la pureza del sufragio que nos fue legada junto con la responsabilidad de mantenerla siempre vigente.

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