El espejismo del cambio: por qué nada cambia cuando todo parece cambiar
No soy politóloga, soy economista. Pero, como parte de mi formación, estudié la teoría del cambio organizacional, una herramienta útil para entender cómo evolucionan las empresas y sus estructuras. Con el tiempo, me he dado cuenta de que este marco también ayuda a entender los cambios —o la falta de ellos— en la política de América Latina y el Caribe.
Parto de una premisa clara: en los últimos años, los ciudadanos han perdido confianza en los partidos políticos. En el 2018, el Latinobarómetro reportó que la desconfianza en los gobiernos de la región alcanzaba el 75%. Además, según Transparencia Internacional, el 47% de las personas cree que la mayoría de los políticos son corruptos. La consecuencia es evidente: crece el desencanto con la democracia y con su capacidad para servir al bien común y colapsa el optimismo económico.
Ante este panorama, surge una idea que se repite con fuerza: "hay que cambiar". Pero ¿entendemos realmente qué implica cambiar? ¿Por qué persisten los problemas, si aparentemente todo cambia?
Cambios que no cambian nada
En el libro Cambio: principios de formación y resolución de problemas, los autores Watzlawick, Weakland y Fisch distinguen entre dos tipos de cambio:
- Cambio de primer orden: ocurre dentro del sistema. Es como acelerar un vehículo.
- Cambio de segundo orden: transforma el sistema en sí. Es como cambiar de marcha.
Ambos pueden parecer "cambio", pero no son iguales. Acelerar puede ayudarnos por un tiempo, pero si queremos alcanzar una velocidad mayor (digamos, 100 km/h), necesitaremos cambiar de marcha. No importa cuánto presionemos el acelerador: si no cambiamos el sistema (la marcha), no lograremos el objetivo. Peor aún, podemos dañar el motor.
Este ejemplo sirve para ilustrar lo que pasa con muchos intentos de reforma política: son cambios de primer orden que no tocan las raíces del problema. Cambiar al presidente o al partido en el poder, sin transformar las reglas del juego, es solo presionar más fuerte el acelerador.
La corrupción no solo se combate cambiando personas
Tomemos como ejemplo la lucha contra la corrupción. La estrategia más común ha sido cambiar a los líderes: nuevas caras, nuevos discursos, promesas de mano dura. Pero el problema persiste. O sea, llegamos a entender que cambiar personas no cambia el sistema. Más aún, la situación se complica cuando las preocupaciones personales (pérdida de empleo) están a la par de los miedos sociales (escasez de alimentos).
Gran parte de las políticas anticorrupción se han basado en castigos individuales: detectar al culpable y sancionarlo. Pero cada vez más estudios señalan que la corrupción debe entenderse como un problema de acción colectiva, no solo de malas decisiones individuales. Es decir, se necesita una transformación profunda de normas, incentivos, estructuras y cultura institucional. Eso solo puede lograrse con un cambio de segundo orden.
El cambio real implica una mayor dificultad
Los cambios de segundo orden son más complejos. Exigen nuevas habilidades, nueva información, nuevos actores y, sobre todo, un rompimiento con el pasado. Por eso son tan difíciles y tan poco comunes. Implican cuestionar reglas, prácticas y valores que han sido la base del sistema político durante décadas.
Cuando no se distingue entre estos dos tipos de cambio, caemos en lo que se conoce como "solucionar con más de lo mismo". Seguimos votando por nuevos partidos, seguimos esperando que una sola persona lo arregle todo, pero seguimos dentro de la misma lógica que permitió que el problema se generara en primer lugar.
Como dice un viejo proverbio francés: "Cuanto más cambian las cosas, más permanecen igual."
¿Y entonces, qué hacemos?
Para lograr un cambio de segundo orden, necesitamos líderes diferentes: no necesariamente carismáticos, sino capaces de escuchar, de negociar, de construir equipos diversos y sólidos. Líderes que entiendan que no tienen la verdad absoluta, y que no basta con cambiar personas si no se cambian estructuras.
Sobre todo, necesitamos ciudadanos dispuestos a mirar más allá del cambio superficial, y exigir reformas reales, profundas y sostenidas en el tiempo. Solo así podremos romper con el espejismo del cambio y construir una democracia que funcione para todos.
Desde una perspectiva económica, seguir atrapados en este espejismo tiene consecuencias concretas. La corrupción, por ejemplo, no solo socava la legitimidad institucional, también impide el desarrollo. Distorsiona la asignación de recursos, desalienta la inversión, incrementa los costos de transacción y perpetúa la desigualdad. A mayor debilidad institucional, menor es la eficiencia del gasto público y menor la capacidad del Estado para cumplir su función redistributiva.
Además, cuando los ciudadanos perciben que nada cambia realmente —aunque cambien los gobiernos— se deteriora la confianza, no solo en la política, sino también en la economía. La incertidumbre institucional se traduce en menor inversión, fuga de capitales y pérdida de oportunidades. La estabilidad económica, tan necesaria para crecer de manera sostenida, también depende de reglas claras, previsibles y justas.
Romper con el espejismo del cambio implica dejar de tratar síntomas y empezar a tratar las causas. No se trata de reemplazar nombres, sino de transformar sistemas. Y ese tipo de transformación —real, de segundo orden— es tan urgente como ineludible si queremos construir democracias estables y economías verdaderamente inclusivas.