De orero a guía ecologista: el giro de Jenkins en Corcovado
Son las 5 a. m. en la Estación Sirena, corazón del Parque Nacional Corcovado. El bosque se despereza con un concierto: los monos congos aúllan como si anunciaran el inicio de una ceremonia; las loras, con su grito estridente, sacuden el sueño de los pocos visitantes que aún reposan en sus camarotes. El aire, denso y fresco, huele a césped mojado, a tierra húmeda, a sal marina. Los primeros rayos de sol, tímidos, se filtran entre las copas de los árboles y tiñen la niebla que flota sobre el suelo.
En medio de esa luz quebrada, una camisa roja sobresale. Es un rojo encendido, de esos que alguna vez vistieron héroes con capa. Pero Jenkins Rodríguez no es un superhéroe. Tampoco un villano. Es, más bien, uno de esos personajes que habitan los márgenes, donde los colores no son ni blanco ni negro, sino una escala de grises: humanos, contradictorios, posibles.
Jenkins es guía ecologista en Corcovado. Habla con fervor de plantas medicinales, conoce el andar sigiloso de los tapires y los hábitos furtivos de los zainos. A sus visitantes les contagia un amor casi reverencial por la selva. Pero su historia no siempre estuvo hecha de cantos de tucanes y caminatas entre hojas secas. Durante muchos años, su vida giró en torno a una actividad que hoy es casi tabú en esta tierra protegida: la extracción artesanal de oro.
"Nací orero" dice, como quien dice: "esto venía conmigo".
Su infancia transcurrió en una finca enclavada entre Dos Brazos de Río Tigre y Río Nuevo, dos comunidades diminutas donde todos se conocen y donde, como en tantos pueblos de la Zona Sur, las oportunidades brillan por su ausencia.
Fue su padre quien le enseñó el oficio, en una quebrada que cruzaba la finca familiar.
"De niño lo acompañaba. Le llevaba el almuerzo y el agua. Luego, con más fuerza, empecé a catear y a palear hasta que aprendí a hacerlo solo".
Su nombre —Jenkins— también tiene que ver con el oro. Su padre trabajó con un estadounidense que enviaba oro a su país. Se hicieron amigos entrañables. Cuando aquel hombre murió, el padre de Jenkins le puso su nombre al hijo.
Los días de su infancia se tejían entre agricultura, escuela, montaña y orería. Había que madrugar. Ordeñar vacas. Limpiar patios. Y caminar descalzo por senderos polvorientos rumbo a la escuela.
"Eran dos horas de ida y dos de vuelta. A veces más, si llovía o si el río crecía", recuerda.
Encontrar oro era una fiesta: significaba galletas, confites, quizá una visita a la pulpería. Pero con los años, Jenkins comprendió que la minería, aunque daba sustento, no era una solución duradera. Y que en su pueblo, las opciones eran escasas.
Se fue a Puntarenas. Estudió. Aprendió inglés a punta de diccionario. Trabajó en pesca deportiva. Pero, como tantas otras cosas en la zona, era un oficio de temporada: cuando se iban los turistas, se iban también los ingresos. Entonces regresaba al río, al oro, a la montaña.
Lo que más le gustaba de la orería no era cavar ni buscar vetas. Lo que lo llamaba era el bosque. Pasar quince días internado entre árboles inmensos, durmiendo con los sonidos de la selva, bajo estrellas nítidas, rodeado de un verde denso y absoluto.
"Llevaba comida para quince días: carne, salchichón, mortadela, arroz, frijoles. Todo calculado para no quedarme corto. Me encantaba dormir en lo abierto", recuerda.
Jenkins, el guía
El cambio llegó hace siete años. Lo invitaron a ser guía turístico. Al principio, dijo que no. Dudaba. Tenía miedo.
"No sabía cómo hablar con turistas. No sabía qué enseñarles".
Pero insistieron. Y un día aceptó. Su primer tour fue con una pareja de estadounidenses. Él no esperaba nada. Pero al final, ellos estaban felices. Y él también.
"Ahí supe que esto me gustaba".
Desde entonces, no ha parado. Hoy trabaja por su cuenta. Ya no sale con los amigos que siguen oreando. Tiene otros caminos.
Se enamoró —otra vez— de la selva, del sur, de Corcovado. Pero ahora desde otro lugar: desde el respeto. Desde la protección. Sabe, por experiencia, lo que la minería puede hacerle a la tierra. Y siente, en carne viva, el deber de cuidarla.
"Cuando veo al turista emocionado, siento esa energía. Algunos no vienen solo a ver animales. Vienen a sentir la selva. Y eso me impresiona".
Ha guiado a visitantes de Alemania, de Bélgica, de Países Bajos, de una lista interminable de países. Con orgullo muestra cada rincón del sur de Costa Rica, esa esquina verde del mundo donde un hombre como él encontró un destino distinto.
No es héroe ni villano. Es fruto de una realidad áspera. De una zona donde a veces no hay muchas puertas, y toca abrirse camino a machete. Jenkins es eso: la prueba de que incluso en los márgenes, también hay lugar para el cambio.
