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La barbarie de la violencia y el valor de la civilización

Por Luis E. Loría | 11 de Oct. 2025 | 6:00 am

La violencia no es nunca una respuesta legítima. Es, por el contrario, la negación misma de la civilización. Como advirtió José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas (1930), la civilización consiste en reducir la fuerza a la última ratio —el último recurso—, mientras que la barbarie empieza cuando la violencia se convierte en la primera y única razón. Allí donde prima la violencia, se anula la norma, se suprime la convivencia y se sofoca la oposición. En ese terreno fértil crece la intolerancia y se marchita la libertad.

La historia enseña que ninguna sociedad que ha renunciado a la convivencia pacífica ha prosperado en el largo plazo. Por eso, condenar la violencia no es solo un acto ético, sino un deber patriótico. La civilización se construye día a día, con la convicción de que la fuerza solo puede ser el último recurso, nunca el primero.

Hoy vemos con claridad los riesgos de normalizar la violencia en la vida política y social. Ya no se trata únicamente de hechos aislados, sino de un deterioro cultural que erosiona la posibilidad de convivir con el diferente, de gobernar con la oposición, de reconocer en el adversario no a un enemigo a destruir, sino a un interlocutor con quien se pueden identificar coincidencias para crear soluciones en conjunto que permitan a la sociedad moverse hacia mayores niveles de bienestar y prosperidad.

Defender la civilización exige un compromiso firme con la no-violencia, con el diálogo plural y con la crítica racional. Como escribió John F. Kennedy en Profiles in Courage (1956), la base de toda moralidad humana consiste en hacer lo que se debe, aun frente a los obstáculos, peligros o presiones. Y hoy, lo que debemos hacer es claro: rechazar la violencia, venga de donde venga, y reivindicar el derecho a disentir en libertad y con respeto.

John Stuart Mill nos recordó en On Liberty (1859) que silenciar la expresión de una opinión equivale a robarle a la humanidad la oportunidad de contrastar error y verdad, y, por lo tanto, de progresar. La violencia, por su propia naturaleza, no discute: cancela. No persuade: impone. Y con ello empobrece el debate, elimina los matices y deja a la sociedad atrapada en una homogeneidad asfixiante.

Los ciudadanos libres del mundo no podemos permitir que se silencien más voces, ya sea por medio de la intimidación, de la persecución o de las balas. Cada opinión cuenta y debemos defenderla a muerte, tal y como nos lo recuerda, también, Mill:

"Si toda la humanidad menos uno compartiera una opinión, y solo una persona opinara lo contrario, la humanidad no estaría más justificada en silenciar a esa única persona de la que él, si tuviera el poder, estaría justificado para silenciar a la humanidad."

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